Resulta, por lo menos curiosa, la relación entre el modernismo anglosajón y la tradición literaria española. Antes que nada surge, por un lado, la inevitable tendencia a confrontar el primero con la corriente hispánica que nace en 1888 con
Azul de
Rubén Darío. Pero este cotejo se muestra insoportable por razones que veremos en otro momento: los dos modernismos son antagónicos porque cada uno de ellas mira hacia puntos cardinales opuestos. En segundo lugar, llama la atención el hecho de que algunos de los libros más señeros de la corriente inglesa estén traducidos a nuestra lengua por escritores de gran fuste. Uno de los primeros en introducir a
Joyce en el suelo hispano fue
Dámaso Alonso (todavía circula por las librería su traducción del
Retrato del artista adolescente,
A Portrait of the Artist as a Young Man).
Virginia Woolf ha tenido la mejor de la suertes con sus traductores:
Borges vertió a su español porteño el
Orlando y
Un cuarto propio (
A Room of One’s Own),
Carmen Martín Gaite hizo lo mismo con
Al faro (
To the Lighthouse) y
Justo Navarro se encaró con sus diarios.
José María Valverde tradujo la poesía de
T. S. Eliot y no hace mucho
Felipe Benítez Reyes hizo lo propio con
Prufrock. Incluso sus ensayos modernistas fueron elegantemente traducidos por
Jaime Gil de Biedma. Como se ve, el
modernism ha dado de comer a muchas bocas en este país hambriento (y no sólo de libros).