Es interesante ver cómo cambian los puntos de vista sobre una obra a lo largo de la historia (lo que ahora se llama la recepción de un texto o de un producto artístico), pero no es sólo que el público vaya cambiando, es que ni siquiera tenemos en cuenta los baremos que usaron en su momento los mismos autores. Para
Shakespeare las únicas obras que merecieron su esmero (y cuyo paso por la imprenta él mismo debió cuidar y mimar) fueron las que ahora nadie lee (o casi nadie, si no contamos a los especialistas roedores de papel) como
La violación de Lucrecia (
The Rape of Lucrece) o el
Venus y Adonis. Otro tanto pasa con
Cervantes, que se sentía sobre todo autor teatral aunque frustrado y que se vio superado por la inundación imparable del genio lopesco y toda la cuadrilla que le fue a la zaga. ¿Quién lee ahora el
Persiles, aunque don Miguel lo consideraba su obra maestra y su ojito derecho? El
Quijote fue un divertimento, una burla genial.
Hamlet, un culebrón portentoso para poner en pie al vulgo que abarrotaba el gallinero del Globe. En cualquier caso las flechas de la Fama siempre salen torcidas (hay quien de tanto mirar a la diana se vuelve bizco).