Arde la biblioteca de Weimar y el incendio se lleva por delante unos 30.000 libros. ¿Debería parecerme una noticia terrible? La obsesión bibliofílica y la conversión del libro en objeto sagrado es cosa prácticamente del siglo XX, sobre todo de su segunda mitad. Pienso en las fogatas librescas de
Farenheit 451 de
Ray Bradbury y la hoguera final de
El nombre de la rosa que se lleva por delante el libro perdido de la
Poética aristoteliana. Anterior a la preocupación posmoderna por la conversión en humo y cenizas puedo acordarme de la pira funerario-libresca de la bliblioteca y del propio profesor Kien en
Auto de Fe de
Elias Canetti. ¿Habrá una asociación entre las imágenes de la
Kristallnacht con tantos libros quemados en las plazas públicas del Tercer Reich y el miedo a que arda el pensamiento, las ideas, la ibertad de expresarlas? Hasta no hace tanto, éramos consciente de que el libro está hecho de un material que no es eterno y que más pronto que tarde se deteriora y está pensado también para que desaparezca. ¿No queman el cura y el barbero cervantinos por orden del ama y la sobrina la biblioteca, convenientemente expulgada, de Alonso Quijano? Que levante la mano aquel que pueda jurar que no arrimaría, discretamente, una inocente cerilla a una pila de Coelhos, Bucays, Premios Planetas, libros de autoayuda y manuales de instrucciones para el uso de electrodomésticos varios. Aquí huele a chamusquina.