Existe un subgénero disperso que, dentro de la literatura hispanoamericana de final del siglo pasado, recoge las opiniones de los autores sobre su propio trabajo y el de sus colegas de habla hispana. Dentro de este grupo están la
Historia personal del boom de
José Donoso,
La letra e de
Augusto Monterroso y otros textos afines.
No son propiamente diarios ni memorias ni libros de recuerdos, más bien se comportan como reflexiones en voz alta sobre el trabajo literario en un continente específico, con una tradición concreta y con una lengua determinada. Un caso especial es
El escritor y sus fantasmas de
Ernesto Sabato, una larga deliberación sobre el oficio de juntar letras. Por sus páginas desfilan los nombres mayores del siglo:
Mann,
Proust, mucho
Kafka, bastante
Joyce, pero también se detiene para entrar al trapo en polémicas que para nosotros, lectores de otra centuria, se nos antojan ya lejanas (en especial su lucha contra el falso objetivismo de
Robbe-Grillet y
Natalie Sarraute o el estructuralismo academicista aplicado a la literatura).
A diferencia de los libros de
Donoso o
Monterroso entre las líneas de
Sabato salta un conocimiento enciclopédico de las teorías del pensamiento y la ciencia tratadas como lo hace un huésped habitual no un
parvenu. Se diría que el fin último de este amontonamiento de notas y comentarios no es otro que el de expulsar a los fantasmas del título. Entre ellos el que más persigue al autor: ¿para qué escribir? La respuesta para
Sabato es simple: la novela es la forma más perfecta que el hombre ha encontrado hasta el momento para “buscar la condición del hombre”. Ni la ciencia, que necesita de objeto y sujeto para desarrollar su trabajo, ni la filosofía que en su rigidez no puede deshacerse de un esquema lógico de demostración permiten al ser humano presentar, como hace la novela, una cantidad tal de materiales como los que construyen la propia conciencia. Como el propio autor dice "la novela no demuestra, muestra".