Es fácil ser injusto, cruel, feroz, si se quiere, con
Marcel Proust. Creo que no hay nada más sencillo que ridiculizarlo, proyectarlo como un pequeño imbécil adherido a sus recuerdos de infancia, sin poder desprenderse del cordón umbilical que le une a la figura pegajosa de la madre-abuela. ¿Quién quiere leer a un señor que empieza su
magna opera reconociendo el miedo que le causaba su tío cuando le tiraba de los rizos en la más tierna de las edades? Esa máscara
naïf es la que sorprendió a
Colette (que reconoció en él
una especie de asombro infántil) y llamó la atención de
Anatole France hasta el punto de que no pudo dejar de describirlo con estas palabras:
es tan sincero y tan auténtico que se vuelve ingenuo. Sin embargo, es indiscutible que uno de los mayores monumentos literarios de la modernidad se llama
En busca del tiempo perdido y nadie ha igualado a su autor a la hora de darnos una radiografía tan completa de la conciencia humana contemporánea. Cuando digo radiografía no quiero usar una metáfora, pues eso es lo que realmente hace
Proust, pasar por una tormenta de rayos equis su propio personaje y mostrarnos la imagen resultante: este Marcel poliédrico, ambiguo y cercano, doméstico, poco heróico, pero del que difícilmente nos queremos separar hasta el saludo final que rinde a un ya decrépito Duque de Guermantes.