La destrucción del edifico novelesco victoriano fue una labor de zapa de dos anglófilos que no habían nacido en Albión.
Joseph Conrad, polaco de origen,
Henry James estadounidense de cuna, toman lo mejor de la narrativa inglesa finisecular y la elevan a alturas de estilo que difícilmente se han superado después. Claro que más tarde llegaron
Joyce,
Woolf,
Lawrence et alii y pusieron a la novela inglesa de vuelta y media, si se me permite la expresión. Pero esto es harina de otro costal. Lo que a mí me llama la atención de los dos primeros es su facilidad para crear figuras nacidas del más puro desconcierto.
Los protagonistas de
Conrad son seres anómalos que se mueven en un mundo que no los comprende. Y esa incomprensión nace de su entereza, de su coherencia interna. Los personajes conradianos son éticos hasta la médula y siempre les queda una deuda que acaban pagando con una fidelidad que asusta. Son paradigmáticos de este comportamiento el Heyst de
Victoria (
Victory) o el
citoyen Peyrol de
El pirata (
The Rover), aunque en realidad cada uno de los personajes de los libros de Conrad lleva la honorabilidad,
sui generis, marcada a fuego en la frente como si fuera el único destino posible. Al igual que un
Raskolnikov impasible,
Lord Jim vive inmerso en un remordimiento que pagará con la única moneda permitida: su vida. Como explica el autor en
Victoria:
Verdad, trabajo, ambición, amor propio, pueden ser sólo fichas en el despreciable y lamentable juego de la vida, pero si uno las coge, su obligación es seguir el juego.
Es evidente que los protagonistas de las novelas jamesianas tienen otra coherencia. El
Hyacithus de
La princesa Cassamasima (
The Princess Cassamasima), por ejemplo, encuentra una vía terrible para terminar con el conflicto entre el compromiso y la sangre. Pero en cualquier caso, hay en ambos autores un suelo ético inamovible.