Goethe y su inseparable
Kniep en Sicilia llegan ante una fuente. El
vetturino (la persona
chi guida cavalli o muli per trasportare merci o persone) saca su bota, que todavía está casi llena, y la completa con agua. Los viajeros, con la típica curiosidad germánica (
mit wahrhaft deutschem Erstaunen, en cita textual goethiana) le preguntan por qué hace eso. El hombre, imagino que mirando a los viajeros con paciencia infinita, le da dos razones inapelables: primero, porque nadie bebe el vino puro y, segundo, porque no se sabe cuándo encontrarán agua de nuevo. Sin posiblidad de apelación. Los dos ilustrados prohombres se miran incrédulos. El genio anota en su diario de viaje en un día como hoy pero de 1787:
tuvimos que aceptar este hábito como si de una costumbre nupcial del Oriente antiguo se tratara (
indessen war das Fäßchen gefüllt, und wir mußten uns diesen altorientalischen Hochzeitsgebrauch gefallen lassen).
Esta anécdota y su resultado me recuerdan a las conclusiones de
Edward Said en su
Orientalismo. Efectivamente, el ser humano difícilmente puede quitarse las anteojeras culturales cuando trata de comprender otros comportamientos a los que nos está acostumbrado, sean los de una tribu africana o los de un campesino italiano. Y aplicará las estructuras mentales que le son propias a cualquier situación que se le presente. Claro que sólo la agudeza de
Goethe puede regalarnos una comparación como esta. De algún modo, este pensamiento está relacionado con el comentario que
Rilke le envía a la condesa Manon zu Solms-Laubach:
España es una cosa más para admirar que para ver (no conozco el original alemán). No se debe intentar comprender a la gente del sur (lo que se entiende aquí por ver), sólo dejarse llevar por su incongruencia (o sea, admirar). A lo mejor pensamos que en la hora del turismo sin fronteras y de las redes de redes esto ha cambiado mucho pero yo creo que estamos en las mismas.