Marcel Proust es el narrador de lo sensitivo, sobre todo de las sensaciones de la imaginación y, por lo tanto, también de la imagen. Sus comparaciones y metáforas nos sorprenden siempre, aun sin estar manchadas del barro de las vanguardias que se desarrollan por los mismos años. Si el
punk dadaísta del
do it yourself había dado libertad a cada uno para hacer poemas con cualquier material y para crear imágenes que conectaran elementos totalmente alejados entre sí,
Proust no quiere hacerlo él mismo; prefiere hacerse a sí mismo.
Ni siquiera en
Flaubert, que tuvo que aclarar que
Madame Bovary era él (cita tan manida como descontextualizada siempre) encontramos un precedente a la actitud proustiana: porque este él mismo del autor de
En busca. . . no nos da señales directas de su etiqueta semántica. Nunca encontramos el nombre del protagonista (ni siquiera en las intervenciones de los demás personajes) ni nos da con certeza su edad, como hacemos nosotros mismos en nuestros procesos mentales más internos.
El novelista nos mete de cabeza en su mundo y nos exige una entrega sin paliativos. Nosotros somos
Marcel Proust o no somos. Y para conseguir este efecto, acude primero al ejemplo de
Swann. Y una vez que ha demostrado con este supuesto que lo que a él le sucede, le puede suceder a cualquiera, cambia el rumbo de forma brusca y vuelve a introducirnos en su imaginación, a medio camino entre
Méséglise y
Guermantes.