- ¿Podrías recomendarme un libro? Algo ligero pero que sea bueno.
- Pues, mira, acabo de terminar una colección de cuentos que...
- Ya, pero, es que a mí, lo que son los cuentos, no me van mucho ¿sabes?
Prefiero una novela, una cosa más seria, claro.Este diálogo, que con pocas variantes se oye en los últimos tiempos con
mucha asiduidad me hace pensar que el número de lectores de la narrativa breve no aumenta, precisamente. Parece que hay una serie de prejuicios que actúan de forma agresiva contra la "honorabilidad" del cuento como género mayor.
Para algunos es la proximidad con otro género, el del cuento infantil y su doble el relato folclórico, que ha perdido su rango de seña de identidad colectiva para pasar a ser carne de copyright waltdisneyano.
Por otro lado, el cuento, es especial el que está escrito en español, se ha perdido en muchos casos por las sendas del realismo social más ramplón o de la pedantería más espeluznante. Que me perdonen los hijos del dios
Cortázar, pero su culto ha quemado la cosecha de cuentos hispánicos durante al menos una generación de
cronopios y
famas ramplones y redichos.
Hay una escuela de cuentística que apenas hemos podido disfrutar en español y es aquella que partiendo del tronco chejoviano, crece entre las ramas de
Hemingway y
Fitzgerald y da sus frutos con
Cheever,
Carver o
Wolff (
Tobias, no
Thomas).
Este símil no es que sea precisamente original, pero espero que sí sea suficientemente aclaratorio. No busquemos en el cuento el artificio más deslumbrante, sino el hilo de la narración del que el lector sólo pueda tirar y tirar hasta quedarse sin madeja.