Paseando por mi ciudad natal, me encuentro con un nombre de calle que me sorprende: Calle de
Américo Castro. El barrio en el que se encuentra es uno de esas zonas de crecimiento rápido que a principios de los años setenta y al socaire de la prosperidad recién estrenada del país pulularon por toda la geografía hispánica. Eso quiere decir que, probablemente, el nombre de la calle se impuso ya durante los últimos años de la dictadura franquista. Al curiosear por la red, me encuentro, cómo no, con el ubicuo
Pío Moa que llora cuán cocodrilo conjuntivítico, al pensar en el daño que las tesis de don Américo han hecho a la España Eterna de sus Amores.
Ya ni el debate historiográfico es lo que era. Antes, las luchas académicas, pero siempre caballerosas, entre
Américo Castro y
Claudio Sánchez Albornoz, finiquitadas por el tendencioso pero bien informado
Eugenio Asensio, daban lustre al estudio de la historia. Ahora nos tenemos que conformar con los ladridos (y ladrillos) de las estrellas mediáticas de la derechona más ágrafa (menos mal que aún nos queda
Francisco Márquez Villanueva) . Liberales fueron tanto don Américo como don Claudio, dos grandes señores exiliados por republicanos. Estos de ahora son liberalotes de pacotilla, fuegos fatuos llenos de rencor y presos de cualquiera y cada uno de los nueve círculos dantescos.