El drama, una de las variantes más dignas del trabajo literario, se enquista cuando recibe el baño de hiel y miel en el que cae con frecuencia su hijastro el melodrama. Si a este principio se le añade una dosis moral de equidistancia bienintencionista (aquí no hay ni buenos ni malos, sólo víctimas del destino) y un estilo que roza el empalago, el resultado es
Los girasoles ciegos de
Alberto Méndez. A pesar de todas las recomendaciones que había ido recogiendo, el libro se me cae de las manos hasta el final y no sólo por la tiranía de los buenos propósitos sino también por el empeño en meter y remeter el dedo en la herida por el simple placer de hacerlo, sin sacar tajada literaria. Si este es un libro de memorias, nacido de la lucha contra el olvido, vale. Si la intención era crear literatura, pues se quedó en eso, en nada más que una intención.