
Hay autores que tienen con uno una querencia especial. Se te pegan a las suelas de los zapatos como los chicles en verano. La comparación, que tiene su algo de desagradable, se me ocurre al tropezar con los libros de
Boris Vian que se me van quedando, cada vez más ajados, entre las baldas.
Vian fue el primer autor al que perseguí de forma casi detectivesca por las librerías de una ciudad que se llama a sí misma universitaria pero que más bien era zoquete y pacata. Espero, por su bien, que ya no lo sea. El caso es que gracias al francés pasé ratos estupendos obviando el frío y la monotonía de mi primer curso en la facultad. Y cada vez que me recomendaban un artículo de fonética o un estudio de concordancias medievales, yo me echaba al coleto
El otoño en Pekín o
La hierba roja. Curiosamente, desde entonces los pequeños volúmenes de Bruguera han ido cogiendo humedad y moho sin que nadie les eche ni siquiera una mirada. Pero
Vian no se lo merece. Para algo es el mejor hijo patafísico de
Alfred Jarry, el heredero que nos hizo bailar sobre las tumbas de los demás. Es curioso que en Francia lo recuerden sobre todo por una canción,
Le deserteur (
Monsieur le président, je vous fais une lettre...), y en España por otra, más prosaica, basada en una versión entre naïf y lisérgica de la licantropía. Una cosa es segura: hay que volver a
Boris Vian, aunque no haga frío ni me zumben en el oído las diferencias diatópicas, diastráticas y diafásicas de la lengua.