Sergio Pitol en
El arte de la fuga:
la lectura es un juego secreto de aproximaciones y distancias. Es también una lotería. Se llega a un libro por caminos insólitos; tropieza uno con un autor de modo en apariencia casual y luego resulta que no puede dejar de leerlo nunca.
Se queja
Joseph Conrad a su amigo
John Galsworthy en carta remitida hacia 1909:
Mi editor acaba de enviarme la liquidación donde leo que todas mis inmortales obras -son trece- me han proporcionado el año pasado menos de cinco libras de derechos de autor. Eso es lo que enfría ese gozo de vivir que debería arder como una llama en el corazón de un escritor, para que, como un motor de explosión, pudiera hacer correr su pluma a treinta páginas por hora. Este es para mí el verdadero dilema del escritor y no tanto el que habitualmente se plantea entre la vida social y la actividad creadora torremarfileña que refleja el
Tonio Kröger de
Thomas Mann. Así resume esta última dicotomía el protagonista del opúsculo manniano también por carta (escrita a su amiga Lisaveta Ivánovna):
Admiro a los orgullosos y gélidos que se aventuran en las selvas de la etérea belleza y menosprecian al "hombre"... Pero no los envidio. Pues si algo es capaz de transformar a un mero literato en poeta, es este amor mío, tan burgués, a todo lo humano, lo vivo y lo normal.
Es fácil ser injusto, cruel, feroz, si se quiere, con
Marcel Proust. Creo que no hay nada más sencillo que ridiculizarlo, proyectarlo como un pequeño imbécil adherido a sus recuerdos de infancia, sin poder desprenderse del cordón umbilical que le une a la figura pegajosa de la madre-abuela. ¿Quién quiere leer a un señor que empieza su
magna opera reconociendo el miedo que le causaba su tío cuando le tiraba de los rizos en la más tierna de las edades? Esa máscara
naïf es la que sorprendió a
Colette (que reconoció en él
una especie de asombro infántil) y llamó la atención de
Anatole France hasta el punto de que no pudo dejar de describirlo con estas palabras:
es tan sincero y tan auténtico que se vuelve ingenuo. Sin embargo, es indiscutible que uno de los mayores monumentos literarios de la modernidad se llama
En busca del tiempo perdido y nadie ha igualado a su autor a la hora de darnos una radiografía tan completa de la conciencia humana contemporánea. Cuando digo radiografía no quiero usar una metáfora, pues eso es lo que realmente hace
Proust, pasar por una tormenta de rayos equis su propio personaje y mostrarnos la imagen resultante: este Marcel poliédrico, ambiguo y cercano, doméstico, poco heróico, pero del que difícilmente nos queremos separar hasta el saludo final que rinde a un ya decrépito Duque de Guermantes.