Al hilo del
cometario rilkeano del otro día, ahí va una genial y, a la vez, tópica definición de este país:
España es brutal, anárquica, egocéntrica, cruel; España está dispuesta a ponerse la soga al cuello por disparates, es caótica, sueña, es irracional. Conquistó el mundo y no supo qué hacer con él, está enganchada a su pasado medieval, árabe, judío y cristiano, y está allí con sus caprichosas ciudades acostadas en esos infinitos paisajes vacíos como un continente que está unido a Europa y no es Europa.
Esto lo escribió con mucho cariño
Cees Noteboom en la introducción a
El desvío a Santiago (
De emweg naar Santiago) a principios de los ochenta. Yo no sé si después de la invasión de ladrillo y cemento armado de la última década podría el holandés encontrar “infinitos paisajes vacíos”, a no ser que mirara en el interior del cerebro de algunos personajes públicos criados en el suelo patrio.
Tengo que reconocer que me ha encantado la metáfora de las ciudades acostadas y me imagino que algo hay de eso cuando divisamos a lo lejos Toledo, Arcos de la Frontera, el Albaicín granadino, los pueblos ligeramente amodorrados de las Alpujarras.